El Fin
Tomado del Libro: “Taoismo: la búsqueda de la Inmortalidad” John Blofeld
Con la llegada de la marea roja, los ermitaños fueron arrancados de sus ermitas y devueltos al mundo de polvo para que se ganaran la vida lo mejor que pudieran. En lugar de explicar lo poco que sé de oídas de esta trágica dispersión de la progenie del Emperador Amarilllo después de casi cinco mil años, referiré un curioso y breve reato que nos revela que el final fue feliz para dos de ellos.
Me lo contó en Singapur una señora joven que había vuelto de una universidad de China en el momento en que los comunistas completaban su ocupación de las provincias del sur.
La universidad, como sabes, o está muy lejos de unas colinas en las que hay muchos templos. Una vez que los visité por curiosidad, quedé encantada de un taoísta muy anciano, y desde entones solía visitarle los fines de semana. Los oficiales rojos, que estaban invadiendo a provincia poco antes de que yo me fuera, no disimulaban sus intenciones para con los ermitaños y los monjes y monjas budistas.
-¿Qué hará usted, Maestro?_ le pregunté, llorando un poco al pensar que arrojarían a aquel pobre anciano de donde había vivido felizmente casi la mitad de su vida.
-¿ Por qué te lamentas por mí, Yi? -Me respondió- ¿No sería ridículo que un discípulo de toda la vida del Señor Lao tuviera miedo al cambio? Soy demasiado viejo para que me pongan a trabajar, y esta gente se preocupa demasiado por la apariencia de las cosas para que me dejen morir de inanición en unos alrededores donde tanta pobre gente me ha conocido y me ha querido.
-¿Cómo vivirá usted, Maestro?
-Deja de llorar, jovencita, y te lo diré. A mi edad puedo ver mucho mejor el futuro que recordar el pasado. Cuando echen a los demás, dejarán que os viejos e inútiles nos quedemos, viviendo en lo posible de lo que conseguimos cultivar en nuestro huerto. ¿Lo harán por amabilidad? No exactamente. Este sitio es demasiado pobre y apartado para que se apresuren a usarlo en vistas a algún otro objetivo; y , ya que tres o cuatro somos tan viejos, esperarán que la muerte les ahorre el problema de decidir qué han de hacer con nosotros… y con razón. El ermitaño del Portal Inmenso y yo nos proponemos dejar juntos este mundo por la tarde del festival del medio otoño del próximo año. ¡No, no! Tranquila, pequeña Yi. ¿Piensas que vamos a ahorcarnos o a tragar un liang o dos de opio? ¡Absurdo! Con vino, incienso y otros elementos tenemos pensado ocultarnos. Practicaremos los ritos festivos como de costumbre, subiremos caminando hasta el terraplén para admirar la luna de otoño y sentarnos. La meditación nos transportará a la misma fuente del yin y el yan y nos sumergiremos juntos en el océano del vacío.
Aunque ñél reía tan alegremente, yo rompí de nuevo en sollozos. Luego, dijo de repente:
-Pequeña Yi, ¿hay garzas en Singapur?
- ¿Garzas, Maestro?...No, no las hay.
-Bien. En lugar de ponerte triste, con gusto vamos a aplazar unas horas nuestra felicidad eterna. No dejes de acordarte de lo que voy a decir. El próximo año, a la hora del jabalí, la noche del festival, vete a un lugar elevado y mira al cielo encima del océano que rodea tu isla. Tengo grandes deseos de ver el mar al claro de luna, pues nunca lo he visto en toda mi vida. Allí nos encontraremos y nos diremos adiós con alegría.
Pensando que intentaba consolarme, asentí con la cabeza pero no tomé en serio sus palabras. Luego nos despedimos.
El año siguiente, cuando llegó el tiempo del festival, mi padre me llevó a cenar con la familia de mi novio en un piso que dominaba el mar. Aunque deseaba de un modo sentimental cumplir lo que el anciano había pedido, fácilmente dejé que me disuadieran las palabras de mi padre: “No puedes salir por las buenas de una cena a la que te han invitado y pasear por la noche tú sola. ¿Qué pensarían los Huan de una chica que se comportara así?
La cena empezó tarde y fue demasiado larga y ruidosa. Estábamos todavía sentados a la mesa cuando sonaron las diez (la hora del jabalí). De repente me sentí como mareada, de una manera extraña, y me aconsejaron que saliera al balcón del piso, que mira directamente a la playa. Era una noche hermosamente clara, con una luna que brillaba sobre las pequeñas olas coronadas de espuma. Al poco rato, dos de estos remates de espuma se elevaron sorprendentemente en el aire y volaron rápidamente hacia mí. Yo lo atribuía a mi mareo hasta que de súbito me di cuenta de que, lo que había tomado por coronas de espuma, ¡eran dos grandes garzas blancas!
Volando muy bajo, llegaron casi al sitio donde yo estaba sentada y dieron varias vueltas emitiendo unos sonidos que sólo puedo calificar de gritos felices, hermosos y prolongados un buen rato. Mientras sucedía esto, una sensación de extraordinaria felicidad me produjo un hormigueo de la cabeza a los pies. Al instante me di cuenta de que mi amigo taoísta no sólo había cumplido su promesa sino que me había rozado con algo del éxtasis que sría suyo para siempre en su unión con el vacío.
Tomado del Libro: “Taoismo: la búsqueda de la Inmortalidad” John Blofeld
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